TODA UNA UNA AVENTURA, CON FINAL FELIZ
Ángel Fraile
De la historia que voy a contar, no recuerdo muy bien la fecha exacta, pues yo era muy joven, casi un niño. Creo que era verano. Sería en la primera mitad de los años 60 del pasado siglo XX. En aquellos años, los coches eran muy escasos, y en Vallelado se contaban con los dedos de una mano. Pocas familias disponían del utilitario, como entonces se llamaban. En Vallelado, como en todos los pueblos había pequeñas tiendas, entonces conocidas como de “Ultramarinos” donde disponían de lo más básico para comer o incluso para vestirse. El pan, un alimento importante se elaboraba regularmente en el horno de cada casa. Cuando era necesario comprar otras cosas, como aperos y enseres para la agricultura, utensilios para la casa, teníamos que ir a la cabecera comarcal, y subir a Cuéllar, que ya era un pueblo ya grande. Allí había comercios que vendían casi de todo lo que entonces necesitábamos.
Salimos temprano por la mañana desde Vallelado, Benito, nuestro padre, mi hermano Agustín y yo mismo, Ángel. El vehículo que nos trasladó, el carro tirado por dos jóvenes machos, tan habituales en esos años. Ya existía entonces el coche de línea de la empresa Galo, pero con el carro era más fácil transportar lo que comprásemos, aparte de que el coche de línea salía una vez al día y volvía por la tarde. En la carretera prácticamente no nos encontramos con ningún vehículo a motor. La distancia es de unos 9 km hasta la villa, por lo que tardamos casi dos horas en llegar. Tampoco entonces había, ni estrés ni prisa, las cosas trascurrían con calma. Después de llegar a Cuéllar, lo primero que se divisa es su castillo, que te recibe y te da idea de la importancia que tuvo esta villa durante muchos siglos. Bajamos por la calle Nueva salvando el desnivel que hay para llegar a la zona de los Paseos de San Francisco, junto a la iglesia y convento del mismo nombre, entonces ya en ruinas. Allí paramos el carro, pues era una zona amplia. Benito se fue a comprar lo que necesitaba: unos ventriles, cabezadas y ramales para la labranza. Mi hermano y yo nos quedamos al cuidado del carro y de los animales.
Éramos unos niños. Agustín tendría unos 12 años y yo no llegaba a los 7 u 8. La responsabilidad de dejarnos al cuidado del carro y los machos, para que no se pusieran a andar sin control, hizo que el tiempo que estuvo mi padre comprando se nos hiciera eterno. En la conocida calle Carchena, que sube en dirección a la plaza Mayor, había una ferretería de las de toda la vida, que vendían además todo tipo de artículos necesarios para la labranza. La ferretería no recuerdo el nombre oficial, pero todos la conocían como la ferretería de “La Viuda de Inocencio”. Hecho el encargo, ya a media tarde, emprendimos el viaje de regreso al pueblo. Desde los paseos de S. Francisco, enfilamos la subida de la calle Nueva, otra vez, hasta llegar a coger la carreta que conducía a Valladolid y luego desvirarnos hacia la que se llamaba Riaza -Toro, que conducía a Vallelado. Nada más salir de Cuéllar, ya vimos que se levantaban unas nubes negras con muy mala pinta, por lo que avanzamos tan rápidamente. Mi padre, viendo el panorama tan delicado, arreó los machos para ir más deprisa, porque nos temíamos lo peor. En un instante empezaron a sentirse los truenos de lejos, precedidos de grandes relámpagos. El cielo se oscureció en un instante y los truenos y relámpagos cada vez más insistentes y fuertes, tanto que daban verdadero pánico. Los machos, como animales que son, y nosotros mismos, empezamos a ponernos nerviosos y a asustarnos con la gran tormenta. Antes de llegar a Torregutiérrez, el cielo se oscureció de tal forma, que casi se hizo de noche. Empezó a caer un gran aguacero antes de entrar al pueblo, que nos tuvimos que tapar con las mantas que llevábamos para no mojarnos. Imponía de verdad aquella fuerte tormenta. Con buen criterio, mi padre decidió meterse en Torregutiérrez hasta que amainase para poder seguir. Pero la tormenta no paraba, duró mucho tiempo y ya prácticamente no se veía, por lo que fuimos a casa de una familia que conocíamos, que eran los padres de Santas Cerezo. El padre se llamaba Aurelio. Estas tormentas en aquellos años, recuerdo que se daban de vez en cuando en verano. Desde entonces yo no he vuelto a ver algo parecido.
Allí nos recibió Aurelio amablemente y pudimos refugiarnos en su casa, metiendo el carro con los machos en la sopuerta.
Nuestra mayor preocupación, una vez refugiados, era que mi madre, María, que se había quedado en Vallelado, y se preocuparía cuando viera que no llegábamos. Aclaro, que por entonces no había teléfono en las casas, por lo que no podíamos comunicarnos de ninguna manera. Ni siquiera había teléfono público en Torregutiérrez en aquellos años, para haber llamado a la centralita de Vallelado.
Todo esto también lo pensaba Benito, por lo que decidió salir a la carretera en una noche que decían de “Boca de lobo”, para ver si pasaba algún vehículo, y que al menos nos bajase a Agustín y a mí al pueblo, y que así se quedase mi madre tranquila. Como digo, la noche era muy oscura, pero la suerte estuvo de nuestro lado pues al poco de estar en la carretera, vimos las luces a lo lejos, de un vehículo que venía desde Cuéllar. Mi padre le hizo señas para que se detuviese. Era un pequeño camión el que paró. Le explicó al conductor lo que pasaba, y amablemente subimos a la cabina mi hermano y yo. Tengo que decir, que como niños que éramos, estábamos un poco asustados ante una persona que no conocíamos. El conductor del camión resultó ser Pedro Sanz, un vecino de San Cristóbal muy conocido, que se dedicaba al trasporte de abono con su camión. Mi padre, pensaba que nos bajaría hasta Vallelado, distante de San Cristóbal tan solo un kilómetro y medio, pero no fue así y nos paró en San Cristóbal, donde Pedro sabía que teníamos a nuestro tíos, Filomena y Dionisio. Filomena era hermana de nuestra madre María. Paramos en la plaza y nos fuimos hasta la casa de los tíos, frente a la iglesia. Ya entonces había parado de llover. Se quedaron sorprendidos nuestros tíos al vernos llegar, y ya les explicamos lo que pasaba. Recuerdo que Agustín quería bajar andando a Vallelado, pero mi tía nos dijo que no, que nos quedásemos a dormir allí, porque la noche amenazaba tormenta y estaba muy oscura, por lo que era difícil transitar por un camino, y que ya por la mañana nos bajásemos a Vallelado.
Mientras tanto, nuestra madre todo preocupada de que no llegásemos. Todos los vecinos pendientes de nosotros tres. Vivían enfrente de nuestra casa, en la Calle de la Fragua, unos vecinos con los que teníamos una buena relación. Eran cuatro hermanos Mariano, Melchor, Félix, y Doroteo, que vivían junto con su madre Valeriana, que estaba viuda. Teníamos mucha amistad y ellos pasaban muchos ratos con nosotros, sobre todo en invierno, en nuestra cocina. Allí al calor de la lumbre. Mi madre le contó lo que pasaba a Mariano, que tenía uno de los pocos tractores que había entonces, un Man de color verde, de los primeros que llegaron a Vallelado. Sin pensarlo mucho le dijo a mi madre que iría a ver si nos había pasado algo. Llegó hasta Cuéllar por la carretera, despacio para ver si veía algún indicio de que nos hubiera pasado algo en el camino. A la vuelta por la cuneta contraria fue observando y regreso de nuevo al pueblo. En aquellos años estos tractores eran lentos por lo que el tiempo se le hizo largo a nuestra madre, que paciente esperaba en el portal de casa, sentada en un banco y acompañada por una vecina. Después de volver Mariano, y sin encontrar nada, ni a nadie en la carretera, se quedó un poco más tranquila y pensando que estaríamos refugiados en alguna casa, bien en Cuéllar o en otro lugar.
Podemos imaginamos como pasaría la noche, y lo larga que se le haría hasta el amanecer. Mi padre, también pasó la noche muy preocupado por no poder dar noticias de donde nos encontrábamos. Una vez que amaneció, Benito se puso en camino con el carro desde Torregutiérrez, llegando a Vallelado por la mañana temprano. Nada más llegar mi padre a casa lo primero que preguntó a mi madre fue: ¿los chicos? Mi madre sorprendida dijo: Eso digo yo, ¿dónde están los chicos? Enseguida se dio cuenta, contestando: Estarán en San Cristóbal, en casa de Dionisio y Filomena, relatando a continuación a mi madre lo que había sucedido. Ya ambos se quedaron tranquilos y al poco tiempo llegamos Agustín y yo a casa. Habíamos ido andando desde San Cristóbal, donde la distancia es de poco más de 1 km.
Toda esta aventura, felizmente quedó en un gran susto, sobre todo para María, nuestra madre, y que gracias a Dios no tuvo más trascendencia, sino las horas de incertidumbre para ella. Hoy, visto el tema desde la distancia, no puedo más que dar gracias porque todo quedase en una anécdota, que podemos contar a nuestros hijos.

