viernes, 28 de noviembre de 2025

“LAS HERRADURAS DEL PERRO DEL ESQUILADOR”

        Seguro que a más de uno cuando  lean este sencillo artículo, les vendrá a la memoria aquellos felices años cuando éramos jóvenes o niños. 

        Ángel Fraile

    Todos hemos escuchado más de una vez, que somos dos veces niños: Una cuando nacemos, y hasta una edad, y otra cuando nos hacemos mayores. De todas maneras, creo que no deberíamos molestarnos por ello. Los niños son inocentes y no tienen maldad, por lo que no debería ser nada negativo el llegar a mayores. 

    Cuando ya tenemos unos años, nos gusta recordar con cierta facilidad, muchos momentos de cuando éramos niños, y estábamos al cuidado de nuestros padres. ¿Quién no tiene decenas de recuerdos de aquellos años?. Muchas de estas vivencias son agradables, las demás no debemos de recordarlas de forma frecuente. Dicen que nuestro cerebro es muy sabio y las experiencias negativas tiende a olvidarlas, o almacenarlas en un plano más profundo donde nos sea más difícil de acceder a ellas. 


    Recuerdo que yo tenía unos 5-6 años, y vivíamos en la calle de la Fragua, junto a las Cuatro Calles. Los domingos por la tarde íbamos toda la familia a visitar a mis abuelos, Ignacio e Inés, que vivían en la Carretera Abajo. En el camino nos encontrábamos con muchas personas, y mi padre se paraba a charlar con algunos o a saludarles. Siempre pasábamos por la calle del Almendrino. En esta calle vivía Félix Velázquez, el esquilador, junto con su mujer Eugenia. El Sr. Félix tenía muy buen humor y siempre que veía algún niño trataba de decirle algo agradable, o gastarle alguna broma. Más de una vez cuando nos encontrábamos junto a su puerta, se dirigía a nosotros los más pequeños, y nos decía: ¿Quién de vosotros ha quitado las herraduras a mi perro? Nosotros, ante la amenazadora pregunta, nos quedábamos sorprendidos, inmóviles y asustados, y medio llorando decíamos: “Yo no he sido, … yo no he sido”. Mi padre Benito y mi madre María, se reían, sin que nosotros prestásemos atención, y cuando estábamos asustados y llorando nos decía: “Anda tonto, no llores que los perros no llevan herraduras”. Después del susto seguíamos nuestro camino y llegábamos a casa de mis abuelos, donde nos entreteniamos un buen rato, sobre todo en el invierno, cuando enseguida anochecía y hacía frio en la calle. Mi abuelo Ignacio, nos contaba chascarrillos, acertijos, refranes, y a nosotros nos encantaba. Así íbamos aprendiendo, cuando la televisión era un raro objeto, que formaba parte de pocas casas.  Además, ésta solo emitía unas pocas horas al día. Mientras tanto solo se podía ver la “Carta de ajuste.”

    A los abuelos se les tenía un gran cariño, e íbamos muchas veces a visitarlos, sobre todo los domingos y días festivos. Alguna de estas visitas, quizás fueran un poco interesadas, por si caía algo, aunque solo fuera un cacho de pan y una pastilla de chocolate, de aquello de hacer, de la conocida marca segoviana “Herranz” o marca “La Llave”. Poníamos la pastilla de chocolate en un papel grueso de aquellos que usaban en la carnicería, encima de la placa de la cocinilla de leña, hasta que empezada a deshacerse con el calor; luego lo untábamos fácilmente en el pan, y a disfrutar de la merienda. 

    Los domingos, al salir de misa, salíamos corriendo para ir cada uno a casa de los abuelos, a pedir la propina. Íbamos deprisa y nada más entrar en casa, casi sin dar los buenos días, decíamos. ¡Abuela, la propina!, y mi abuela Inés cogía el bolsillo de las monedas, y me daba dos reales, o como mucho una peseta. Al instante salíamos de casa, más contentos que unas pascuas, y directamente, y corriendo, como suelen ir los niños, a casa del tío Amando, que vivía al lado de la iglesia, a por una oblea, o alguna golosina, pocas, porque no había. Si era verano, comprábamos un helado de cucurucho, y que rico nos sabía. Los helados eran, “artesanos”. El Sr amando les hacía el mismo, al igual que las obleas.  De paso si nos encontramos o veíamos a algún tío nuestro, generalmente los solteros, nos daban también propina. No hacía falta que pidiésemos nada, pues cuando nos acercábamos, ya sabían que tenían que sacudirse el bolso. Un domingo redondo con doble propina. Recuerdo también, que en casa de la tía Antonia, la de Serapio, en la misma plaza, vendían galletas y comestibles, y algún refresco, pues además tenían bar. En las fiestas de Pascua, cuando íbamos a rodar el huevo a las eras, llevábamos: el huevo, la rosquilla de palo y el bollo de azúcar, y parábamos donde la tía Antonia y nos compramos una gaseosa, “Acebes”, que era la marca de Coca. Era una pequeña botella de cristal que nos tomábamos para que pasase más fácilmente la rosquilla de palo y la yema del huevo, que a veces se nos hacía bola en la boca. La gaseosa no estaba fresca, porque entonces no había frigoríficos, pero no nos importaba; las burbujas del gas en la boca eran suficientes para que disfrutásemos de esta bebida. No necesitábamos demasiadas cosas para pasar una tarde agradable. Valorábamos lo poco que teníamos y disfrutábamos con nuestros amigos en la calle. Que más se puede pedir. 

    Espero que los que pacientemente habéis leído este relato, os haya venido a la mente alguno de estos bonitos recuerdos. Con eso me doy por satisfecho.